Por Oscar Blando
Levanto la vista y veo entre las obras en construcción de mi ciudad, esas viejas
paredes (des) pintadas o empapeladas, que resisten -porfiadas- su caída.
Paredes que asoman inmóviles tratando de pasar desapercibidas y engañar
la mano impiadosa, inexorable, del progreso.
Paredes que aparecen como mudos testigos de otro tiempo.
Levanto la vista y me pregunto:
¿Quién habrá vivido entre esas paredes?.
¿Quiénes las habrán habitado?.
¿Qué historias se esconden detrás de cada una de ellas?.
Allí estuvieron las horas interminables de la espera,
del llamado que no llega,
de la voz que no aparece detrás de la puerta.
En ellas se habrán escuchados los gritos de dolor
los gemidos de placer
los reproches de interminables (y olvidables) peleas.
Pero también se habrán oído los llantos del bebé esperado y las dulces risas
de los padres primerizos.
Entre esas paredes se habrán esbozado los primeros palotes y dibujos,
se habrá escrito el primer poema de amor,
las encendidas proclamas,
y se habrán ocultado de la barbarie, los mejores libros.
Esas paredes habrán albergado desayunos con tostadas,
mates propicios para confidencias y secretos,
imborrables cenas con amigos, de júbilo y melancolía.
O madrugadas de interminables desvelos.
Paredes que seguro fueron
escenario de enigmas y
misterios, nunca
descubiertos.
De buscada y creativa
soledad.
O de abrumador y resignado desamparo.
De encierros hostiles y forzosos.
O refugio libertario de felices y cómplices encuentros.
En ellas quizá, ocurrió la primera vez. O la última.
Allí se conocieron o tal vez fue el lugar del último adiós.
Ahí se dijeron, te quiero.
O nunca más.
Levanto otra vez la vista y ahora observo “mis” paredes…
Las que me acompañan desde siempre, que conocen de mí, quizá como nadie.
Pienso en un futuro irreversible de ausencia,
y esas paredes desafiando el tiempo,
nunca sabrán que me he marchado.
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