Estrellas
eran aquellas, las que miraba con mi abuelo, en las noches de verano
en Villa Rumipal. Antes de ir a dormir, nos tirábamos en las viejas
y cómodas reposeras y durante mucho tiempo observábamos las
estrellas. Elegíamos las que más brillaban: las tres Marías, y las
de más acá y las de más allá... Pero enseguida sin perderlas de
vista, le pedía a mi abuelo Joaquín, que me contara historias y me
repitiera estrofas de poetas. Siempre empezaba recitando de memoria
el Infierno del Dante: “Nel mezzo del cammin di nostra vita mi
ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita”. Y
luego me lo traducía: "En medio del viaje de nuestra vida me encontré en un bosque oscuro porque el recto camino se perdió". No me dejaba muy tranquilo, pero me gustaba escucharlo... Por eso tal vez, cada noche terminaba con un ritual: rogándole, una vez más, que me dijera un divertido destrabalenguas en italiano: "Apelle figlio de Apollo" cuyo desafío era repetirlo cada vez más y más rápido y que aún hoy recuerdo… (Para mi sorpresa, está subido a internet: alguien lo recita, claro, nunca como lo hacía Joaquín...)
https://es-la.facebook.com/italianoautomatico/videos/apelle-figlio-di-apollo/279581686017745/
Del mismo modo me inicié con él en el arte: había estudiado filosofía y pintaba cuadros: paisajes y rostros. Había uno con la cara de una actriz de cine a la que admiraba por su belleza, muy conocida a mediados de los 50/60 que vino al Festival de Mar del Plata: Gina Lolobrígida. Ahí estaba su rostro, y un día me dijo: “es parecida a tu madre”… Nunca supe si la pintó a Gina o a mamá, pero ese cuadro quedó en mi memoria para siempre.
De
mi abuelo heredé muchas cosas: en primer lugar su importante
nariz…(legado que, de haberme preguntado, lo hubiese rechazado).
Luego, me dejó el sentido solidario de la vida, fruto de su
formación socialista y humanista. Él, que vivió las penurias y
carencias de la guerra en su Italia natal, me recriminaba en las
mañanas cuando no terminaba de tomar todo mi café con leche:
“¡cuantos chicos que no tienen qué comer, se alimentarían con lo
que dejás!”.
Sin
que mis padres lo supieran, mi abuelo en esas noches con estrellas,
también me hablaba de la necesidad de alcanzar un mundo mejor, una
nueva sociedad de iguales, sin pobres ni ricos. Donde todos nos
pudiéramos entender, empezando por hablar el mismo idioma: por eso
pregonaba el esperanto como lengua universal. Por ese entonces, pese
a ser chico aún para comprender la dimensión de ciertas cosas, me
hablaba del fascismo y de cómo por ser perseguido tuvo que venir
solo, sin su familia a la Argentina, y específicamente a la ciudad
de Rosario, donde empezó a trabajar en la Federación Agraria
Argentina.
También
escuchaba a mi abuelo que solía discutir en mediodías agitados con
mi tío, un navarro encantador y republicano, y con mi viejo, un
latorrista empedernido. Nunca me importó saber quién tenía razón
pero allí empecé a encontrarme con una pasión que nunca abandoné:
la política. Cuando ya el abuelo Joaquín era muy grande y yo un
adolescente, como “última voluntad” y siendo fiel a su estilo de
vida, no me dejó bienes ni cosas materiales sino un maravilloso
texto mecanografiado y corregido a mano, que denominó “Testamento
Filosófico y político del abuelo Joaquín, para Oscarcito”, que
guardé como un tesoro y cada tanto releo con emoción (cuando lo
encuentro en mi conocido desorden de papeles y libros).
Del mismo modo me inicié con él en el arte: había estudiado filosofía y pintaba cuadros: paisajes y rostros. Había uno con la cara de una actriz de cine a la que admiraba por su belleza, muy conocida a mediados de los 50/60 que vino al Festival de Mar del Plata: Gina Lolobrígida. Ahí estaba su rostro, y un día me dijo: “es parecida a tu madre”… Nunca supe si la pintó a Gina o a mamá, pero ese cuadro quedó en mi memoria para siempre.
Joaquín
me habló repetidamente de las angustias y miserias que atravesaban
los sectores populares en la segunda posguerra en Italia y que fueron
magistralmente retratadas por lo que se llamó el neorealismo
italiano que mi viejo, amante del cine, me enseño de más grande a
admirar. Ahí están entre otras, dos obras maestras del cine
universal dirigidas por ese genio que fue Vittorio de Sica: Ladrones
de bicicletas, que no puedo resistir lagrimear cada vez que veo
el llanto desconsolado y la cara memorable de Bruno, cuando llevan
detenido a su padre acusado de robar una bicicleta, o cuando Umberto
D, el jubilado que pierde su humilde habitación y se decide al
suicidio, es salvado por su única compañía, su perro Flike y
comienza a jugar con él mientras se alejan juntos por el parque en
inolvidable escena final. Cuando miro esas bellísimas pero tristes
películas, es inevitable recordar a Joaquín con nostalgia pero
también sé que constituyen modestos homenajes a su memoria.
Junto
a mi padre, mi abuelo me enseñó a pescar, ese desafío que todo
pibe sueña alcanzar: fue en el lago frente a Rumipal. Un día me
llevó en una balsa con varios pescadores experimentados, y yo, con
una caña que apenás podía sostener, saqué (o me hizo creer que
saqué, pero para el caso da lo mismo) el único y enorme pejerrey
que ese día parecía tener el lago... y todos aplaudieron esa
“hazaña” como si hubiera ganado un Mundial. Fue una tarde
brumosa y gris, pero para mí luminosa e inolvidable: me llevé
triunfal y agradecido mi “trofeo” e hice realidad mi sueño de la
mano de Joaquín.
Todo
está grabado en mi memoria….y en estas noches estivales, miro el
cielo y trato de parafrasear ese inigualable poema de Borges,
“Ajedrez”, y me digo, ¿en qué estrella detrás de cada
estrella, estás abuelo Joaquín?.
(A mi abuelo, Joaquín Palladini)
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