sábado, 9 de enero de 2021

ESTRELLAS


Estrellas eran aquellas, las que miraba con mi abuelo, en las noches de verano en Villa Rumipal.  Antes de ir a dormir, nos tirábamos en las viejas y cómodas reposeras y durante mucho tiempo observábamos las estrellas. Elegíamos las que más brillaban: las tres Marías, y las de más acá y las de más allá... Pero enseguida sin perderlas de vista, le pedía a mi abuelo Joaquín, que me contara historias y me repitiera estrofas de poetas. Siempre empezaba recitando de memoria el Infierno del Dante: “Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita”. Y luego me lo traducía: "En medio del viaje de nuestra vida me encontré en un bosque oscuro porque el recto camino se perdió". No me dejaba muy tranquilo, pero me gustaba escucharlo... Por eso tal vez, cada noche terminaba con un ritual: rogándole, una vez más, que me dijera un divertido destrabalenguas en italiano: "Apelle figlio de Apollo" cuyo desafío era repetirlo cada vez más y más rápido y que aún hoy recuerdo… (Para mi sorpresa, está subido a internet: alguien lo recita, claro, nunca como lo hacía Joaquín...) 
https://es-la.facebook.com/italianoautomatico/videos/apelle-figlio-di-apollo/279581686017745/


De mi abuelo heredé muchas cosas: en primer lugar su importante nariz…(legado que, de haberme preguntado, lo hubiese rechazado). Luego, me dejó el sentido solidario de la vida, fruto de su formación socialista y humanista. Él, que vivió las penurias y carencias de la guerra en su Italia natal, me recriminaba en las mañanas cuando no terminaba de tomar todo mi café con leche: “¡cuantos chicos que no tienen qué comer, se alimentarían con lo que dejás!”.

Sin que mis padres lo supieran, mi abuelo en esas noches con estrellas, también me hablaba de la necesidad de alcanzar un mundo mejor, una nueva sociedad de iguales, sin pobres ni ricos. Donde todos nos pudiéramos entender, empezando por hablar el mismo idioma: por eso pregonaba el esperanto como lengua universal. Por ese entonces, pese a ser chico aún para comprender la dimensión de ciertas cosas, me hablaba del fascismo y de cómo por ser perseguido tuvo que venir solo, sin su familia a la Argentina, y específicamente a la ciudad de Rosario, donde empezó a trabajar en la Federación Agraria Argentina.

También escuchaba a mi abuelo que solía discutir en mediodías agitados con mi tío, un navarro encantador y republicano, y con mi viejo, un latorrista empedernido. Nunca me importó saber quién tenía razón pero allí empecé a encontrarme con una pasión que nunca abandoné: la política. Cuando ya el abuelo Joaquín era muy grande y yo un adolescente, como “última voluntad” y siendo fiel a su estilo de vida, no me dejó bienes ni cosas materiales sino un maravilloso texto mecanografiado y corregido a mano, que denominó “Testamento Filosófico y político del abuelo Joaquín, para Oscarcito”, que guardé como un tesoro y cada tanto releo con emoción (cuando lo encuentro en mi conocido desorden de papeles y libros).


Del mismo modo me inicié con él en el arte: había estudiado filosofía y pintaba cuadros: paisajes y rostros. Había uno con la cara de una actriz de cine a la que admiraba por su belleza, muy conocida a mediados de los 50/60 que vino al Festival de Mar del Plata: Gina Lolobrígida. Ahí estaba su rostro, y un día me dijo: “es parecida a tu madre”… Nunca supe si la pintó a Gina o a mamá, pero ese cuadro quedó en mi memoria para siempre. 

Joaquín me habló repetidamente de las angustias y miserias que atravesaban los sectores populares en la segunda posguerra en Italia y que fueron magistralmente retratadas por lo que se llamó el neorealismo italiano que mi viejo, amante del cine, me enseño de más grande a admirar. Ahí están entre otras, dos obras maestras del cine universal dirigidas por ese genio que fue Vittorio de Sica: Ladrones de bicicletas, que no puedo resistir lagrimear cada vez que veo el llanto desconsolado y la cara memorable de Bruno, cuando llevan detenido a su padre acusado de robar una bicicleta, o cuando Umberto D, el jubilado que pierde su humilde habitación y se decide al suicidio, es salvado por su única compañía, su perro Flike y comienza a jugar con él mientras se alejan juntos por el parque en inolvidable escena final. Cuando miro esas bellísimas pero tristes películas, es inevitable recordar a Joaquín con nostalgia pero también sé que constituyen modestos homenajes a su memoria.

Junto a mi padre, mi abuelo me enseñó a pescar, ese desafío que todo pibe sueña alcanzar: fue en el lago frente a Rumipal. Un día me llevó en una balsa con varios pescadores experimentados, y yo, con una caña que apenás podía sostener, saqué (o me hizo creer que saqué, pero para el caso da lo mismo) el único y enorme pejerrey que ese día parecía tener el lago... y todos aplaudieron esa “hazaña” como si hubiera ganado un Mundial. Fue una tarde brumosa y gris, pero para mí luminosa e inolvidable: me llevé triunfal y agradecido mi “trofeo” e hice realidad mi sueño de la mano de Joaquín.

Todo está grabado en mi memoria….y en estas noches estivales, miro el cielo y trato de parafrasear ese inigualable poema de Borges, “Ajedrez”, y me digo, ¿en qué estrella detrás de cada estrella, estás abuelo Joaquín?.  

(A mi abuelo, Joaquín Palladini)

                                                        



 


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