La
pandemia es “democrática”, puede atacar a todos… ricos-pobres,
ocupados-desocupados, mujeres-hombres, jóvenes-viejos, poblaciones
de países opulentos y sumergidos. Por eso es tan peligrosa: nadie
está exento de caer en sus redes. Todos somos igualmente
vulnerables.
El
aislamiento es otra cosa. Allí no somos tan iguales. No es lo mismo
ser banquero que jubilado, empresario que empleado, propietario que
inquilino; tener un duplex o no tener donde dormir; molestarte porque
se aumenta la cuota del colegio privado que no tener para comer.
Incluso la noble y necesaria consigna QuedateEnCasa no tiene el
mismo sentido para unos y para otros: no sólo porque muchos no
tienen casa sino porque quedarse en casa significa no poder trabajar
y por ende, no poder alimentarse.
El
COVID-19 y el aislamiento, han exacerbado las desigualdades
existentes y patentizan un orden social injusto a nivel global.
Pese
a ello, las leyes nos informan que somos todos libres e iguales, pero
ese discurso, lo saben los desventajados, disimula la efectiva
desigualdad.
Y
aquí aparecen las divergencias. Es decir, ¿cuál es la actitud
frente a la desigualdad?. Hay quienes niegan o minimizan las
desigualdades y tratan de esconder el verdadero sentido de las
relaciones que las producen. Otros, tratan de exponerlas, de
criticarlas e instalar el lugar para el reclamo por la igualdad y la
justicia.
Algunos
“confunden” lo que pertenece al orden natural y al orden social.
El color de piel, la estatura, nos hace inicialmente diferentes. Y en
todo caso son diferencias de orden natural. Pero la pobreza y la
indigencia son desigualdades sociales. Iguales salarios o igual
indigencia pertenecen al orden político y social, a la estructura
económica.
Pretenden
hacernos creer que las desigualdades son “congénitas”,
inexorables. La infame frase con intenciones justificatorias, “pobres
ha habido siempre”, responde a esa lógica: una irritante
despreocupación por la desigualad como si la pobreza fuese un
cuestión “natural”, irremediable. Más aún, esta actitud
pretende ocultar las verdaderas causas de la desigualdad.
Que
haya muchos pobres o menos pobres no es un designio maligno de la
naturaleza, es una cuestión del sistema económico y político
(injusto) y por tanto, es posible remediar, mitigar, eliminar.
Por
eso el viejo maestro Norberto Bobbio a mediados de los 90 del siglo
pasado, desafía la partida de defunción dispuesta desde los poderes
ideológicos dominantes, de la díada “izquierda-derecha”. Decía:
“aquellos que se declaran de izquierda dan mayor importancia en su
conducta moral y en su iniciativa política a lo que convierte a los
hombres en iguales o a las formas de atenuar y reducir los factores
de desigualdad; los que se declaran de derechas están convencidos de
que las desigualdades son un dato ineliminable y que al fin y al
cabo, ni siquiera deben desear su eliminación”.
Si
prefieren, excluir esta “odiosa” y “caduca” distinción así
calificada por el mundo posmoderno, convendrán por lo menos con
Geroge Orwell, cuando recuerda que todos somos iguales pero algunas personas “son más iguales que otras”.
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