Recuperada la democracia electoral en la Argentina de 1983, la reelección no era un formato político muy "popular": la Constitución nacional no la admitía en referencia al presidente y vice sino con intervalo de un período y ninguna provincia permitía la reelección del gobernador. Hoy sólo Santa Fe y Mendoza no lo hacen y tres provincias (Catamarca, Formosa y Santa Cruz) posibilitan reelecciones indefinidas. A su vez, siete Estados provinciales prácticamente no han tenido alternancia en el poder desde hace 30 años: Formosa, Jujuy, La Pampa, La Rioja, Neuquén, San Luis y Santa Cruz.
La propensión a las reelecciones, especialmente las indefinidas, tienden a constituir en las provincias fuertes concentraciones de poder político que favorecen prácticas autoritarias, nepotistas, clientelares, todo ello -generalmente- dentro de contextos de grandes asimetrías y desigualdades sociales. Para el investigador Alberto Föhrig, "los gobernadores son extremadamente poderosos porque no sólo son dueños del poder político, sino del económico y del mediático". Mayorías parlamentarias amplias y control del poder judicial, son los rasgos institucionales restantes que garantizan un esquema concentratorio del poder.
Pero hay más, la alternancia en el poder, clave de un sistema democrático, se ve resentida por la presencia de reelecciones que afectan la competitividad electoral. Según CIPPEC, las provincias donde la reelección del gobernador no está permitida casi no tienen ventaja oficialista (el ejemplo puede ser Santa Fe), y en las que la reelección es indefinida, la ventaja del partido gobernante es muy pronunciada y por tanto, tienen oposiciones más débiles y poderes más concentrados: "la reelección indefinida es la frutilla del postre de un esquema que ha empobrecido la cultura política". En esos contextos las reglas del juego impiden que se formen partidos opositores que puedan alcanzar el poder y por tanto, violan precisamente, una de las clásicas reglas oro de la democracia expuestas por Norberto Bobbio: junto a la regla de la mayoría, la democracia no debe limitar los derechos de las minorías, "particularmente el derecho a convertirse, a su vez, en mayoría, en paridad de condiciones".
Muchos de los proyectos de "reformas políticas", en realidad encubrían -o encubren- intentos más o menos explícitos de perpetuación en el poder. Cabe recordar que la reforma constitucional de 1994 -más allá de importantes aportes especialmente en orden a los derechos- estuvo signada desde lo político, por la ambición reeleccionista de Carlos Menem. Esto demuestra que los reclamos reeleccionistas -como es el caso de no pocos gobernadores provinciales que pretenden reformas constitucionales en beneficio propio- no van de la mano necesariamente de una propuesta innovadora, progresista y menos revolucionaria de la política sino, y en todo caso, dan cuenta de uno de los supuestos implícitos más conservadores de una Constitución.
En este sentido, el constitucionalista Lucas Arrimada realiza un aporte medular: advierte que los Ejecutivos fuertes y concentrados nacen del esquema institucional originado en la propia Constitución de 1853. Esta, dice, estableció un sistema en el que el/la presidente, como Alberdi llamó, debería ser un "Rey sin corona", un "Monarca Electo". La estirpe de Ejecutivos fuertes es una consecuencia deseada, un objetivo del diseño institucional de los constituyentes de 1853. No es una anomalía circunstancial nacida de líder alguno: es una cultura política, una forma de vida social. Como toda práctica cultural, con el tiempo resulta muy difícil de distinguir e identificar aunque estemos plenamente sumergidos y se reproduzcan en ella -salvo contadas excepciones- los mismos patrones y defectos que criticamos fuera de nuestros círculos. Esas críticas caen en un juego de espejos. Se critica lo que se practica. Nos resulta muy difícil reconocer que todos estamos en una cultura presidencialista y eso tiene efectos directos en nuestras conductas, formas de resolver conflictos, tomar decisiones y hacer política. Y aclara: gobernadores, jefes de Gobierno e intendentes suelen reproducir, consciente o inconscientemente, bajo un esquema institucional poco democrático, prácticas que se identifican críticamente en el sistema presidencial nacional. La concentración de poder que se denuncia a gran escala se reproduce, con sus propias formas e intensidades, en los niveles inferiores del sistema federal. Pero más aún, Arrimada encuentra esas conductas y pautas más allá de la política: en las propias instituciones de la vida civil. Afirma: "Esos patrones de la concentración de poder (personalismo, atomización, verticalismo, juegos de suma cero, etc.) se pueden ver reproducidos no sólo en las "instituciones políticas" sino también en los partidos políticos (especialmente aquellos que depende de "figuras públicas"), en la propia Corte Suprema, fuerzas de seguridad, la AFA, la CGT, entidades periodísticas, ONG's, universidades públicas y privadas, facultades, centros de estudiantes, bancos, empresas privadas, corporaciones, la administración de los más "cercanos" consorcios, entre otras. Es decir, si hasta las más diversas instituciones sociales locales (o "micro") reproducen esos defectos que se observan a nivel nacional (macro), debemos pensar que resulta claro que el problema no es exclusivamente de la clase gobernante o la clase política (que tiene un grado de responsabilidad especial y mayor, cuyas exigencias y controles deben ser siempre más elevados) sino de un patrón cultural del que excepcionalmente se puede escapar o se escapa con prácticas contraculturales y contracorrientes".
Limitación de mandatos. Si bien las pautas culturales no se modifican con el mero dictado de una ley, sí pueden ensayarse diseños institucionales que ayuden a modificar comportamientos concentratorios del poder, en donde la reelección indefinida de los funcionarios electos por el voto popular aparece como una consecuencia "deseada" más no necesariamente conveniente.
La limitación de los mandatos de un gobernador, de un legislador, de un intendente o concejal aparece como un ideal aconsejable no sólo porque oxigena y dinamiza la política, permite la renovación de las dirigencias y abre las puertas a las nuevas generaciones -a las que tanto se invoca pero no siempre se permite su participación-, sino porque impone precondiciones que deben cumplir los dirigentes en las democracias, como ser, la periodicidad de los mandatos. Esta limitación en el ejercicio del poder fue una verdadera conquista histórica (y democrática). En efecto, el Estado de derecho nació sustancialmente para poner límites al poder concentrado de las monarquías absolutas, vitalicias y hereditarias. Cuanto más monopolizado está el poder y cuanto más perpetuo es el gobierno de los hombres más nos alejamos de aquellas conquistas históricas y más nos acercamos a procesos autocráticos. El ideal de los dictadores que rompen la legalidad democrática es precisamente la aspiración a la perpetuidad en el poder; el ideal republicano y democrático debiera ser el de la limitación y el de la periodicidad en el ejercicio de las funciones. No sólo pensando en el Estado sino en relación a los poderes fácticos como los empresariales y mediáticos: la periodicidad de los mandatos, entre otras virtudes, tiende a romper la continuidad de pactos, arreglos y -por qué no- negocios, no siempre respetuosos de la ley y la ética pública y del reconocido intento de esos poderes de influir, cuestionar y muchas veces, condicionar a los gobiernos democráticos. Dicho de otra forma: la concentración y la perpetuidad en el poder favorece prácticas corruptas que erosionan la legitimidad democrática.
El caso Santa Fe. El debate sobre la limitación de los mandatos de los funcionarios elegidos popularmente se ha instalado nuevamente en la Nación y ha habido voces que en nuestra provincia lo han propiciado. Entre otros, el propio gobernador Antonio Bonfatti que ha dado su opinión personal favorable en ese sentido, así como su compromiso de que aunque una reforma lo habilite, no aceptaría ser reelecto para un cargo que la Constitución por la que juró, se lo prohíbe.
De acuerdo a todo lo aquí dicho, sostengo que sería saludable institucionalmente que podamos discutir la limitación de los mandatos. Más claramente: cuáles son los grados de limitación de los mandatos: no es lo mismo una reelección de un cargo por 4 años, que una reelección indefinida, porque entiendo que ésta última, y elocuentemente para los cargos ejecutivos, lesiona principios liminares de un régimen basado en el Estado democrático de derecho.
Las Constituciones suelen autorizar las reelecciones por dos vías: por disposición expresa y por omisión. Nuestra Carta Magna provincial efectivamente lo hace en esos dos sentidos. Establece expresamente que el gobernador y vice "no son elegibles para un mismo cargo o para el otro sino con un intervalo, al menos, de un período" (art. 64); y para el caso de los diputados y senadores dice que son "reelegibles" (arts. 34 y 38 respectivamente). Sobre los intendentes y concejales sólo prescribe que son elegidos "por un período de cuatro años". Estas mismas normas sobre reelegibilidad rigen para los gobiernos comunales, aunque sea diferente la duración y deriven a la "ley orgánica propia". En consecuencia, salvo para el caso del Poder Ejecutivo, donde hay limitación precisa, para los demás cargos electivos es autorizada (expresamente o por omisión) la reelección indefinida. Es decir, que si esto proclama la Constitución, las reformas que se pretenden en torno a la limitación de los mandatos tienen clausurada su viabilidad en el ámbito legislativo provincial.
Santa Fe, casi como una isla institucional en el país, ha avanzado positivamente en torno a las reformas electorales, convirtiéndose en precursora de esas innovaciones. Derogó en el año 2004 la nefasta "ley de lemas" e implementó antes que en la Nación, primero las Paso en el 2007 y luego la boleta única en el 2011, dando lugar a la participación popular para la nominación de los candidatos en el caso de la primera de las iniciativas y logrando transparencia, equidad en la competencia electoral y autonomía del ciudadano, con la modificación de su sistema de votación.
Pero es preciso avanzar positivamente y dar los debates, que en base a consensos, profundicen en la provincia los procesos democráticos y de toma de decisión: los electorales, como la limitación de los mandatos y los institucionales, como discutir las mayorías legislativas automáticas que distorsionan la representación parlamentaria. Sin embargo, y como he sugerido, para todo ello es necesario reformar la Constitución: un motivo más que justificaría su modificación. Nuestra Carta Magna hoy obtura cualquier debate, lo que demuestra una vez más la tesis que he expuesto reiteradamente: en Santa Fe no hay verdadera reforma política sin reforma constitucional.