Las revelaciones sobre las
presuntas infidelidades conyugales entre un actor y una modelo extraídas de una
conversación privada en el ámbito familiar se difundieron amplia y
reiteradamente por los medios de comunicación de la Argentina. Este
hecho sirve como disparador para debatir sobre los límites de la libertad de
expresión y de prensa y su relación con un derecho humano fundamental: el
derecho a la intimidad.
La libertad de expresión
constituye un valor irrenunciable en una sociedad democrática. Creo que esa
libertad tiene un solo límite: no violar otros derechos humanos fundamentales
porque, como dice el Profesor en Derecho a la Información Esteban
Rodrgíuez, la libertad de expresión e información no es un fuero ni un
privilegio de los periodistas (agregaría, tampoco de las emperezas
periodísticas), ni un fin que justifique cualquier medio, es un derecho de todos.
Un límite infranqueable que nadie
(particular, empresa periodística, Estado) debe sobrepasar, es el derecho a la
intimidad. La intimidad constituye la esfera reservada de una persona, grupo o
familia, que al decir del gran jurista Carlos Nino, está exenta del conocimiento generalizado de los demás. Es un
ámbito circunscripto a la vida privada: “el
derecho a ser dejado a solas”, y por tanto, ajeno al interés público.
No se debe confundir el “interés público” con el “interés del publico”: el primero –y aún
admitiendo su ambigüedad- se refiere a un interés general relevante para el
conjunto social y por tanto, con capacidad de ser protegido jurídicamente. El
segundo, calculado desde la lógica del
mercado, enuncia el interés, la curiosidad y a veces la morbosidad, de un grupo
o sector de la sociedad que consume determinada información generalmente
vinculada a circunstancias de la vida privada de la personas. ¿Qué interés
público relevante justificaba difundir una conversación privada captada sin
autorización en el seno familiar de una pareja?. Constituyó una injerencia
arbitraria en la vida privada y familiar -en los términos de la Convención Americana
de DDHH- que sólo se explica por la prevalencia de los intereses comerciales
confundidos con la libertades de empresa: como se ha dicho, a partir del momento
en que la socialización de la información es también un negocio, se
entremezclan los intereses sociales con los negociales.
Para decirlo con más claridad:
una cosa es investigar los bienes (y los lujos) de un funcionario para saber si
se enriqueció patrimonialmente en el ejercicio del poder (interés público) y
muy otra, como dice Delia Ferreira Rubio, admitir como intromisiones
justificadas las relaciones sentimentales y amorosas del mismo funcionario
(curiosidad que puede estar dirigida a determinado público sin que un interés
social lo justifique).
Como ha dicho la jurisprudencia
pacíficamente, toda persona tiene la potestad de oponerse a la investigación de
su vida privada por terceros y a la divulgación de datos que, por su
naturaleza, estén destinados a ser preservados de la curiosidad pública, como
lo es, la vida familiar. El derecho a la intimidad, -aquí incluido el de
privacidad- supone el derecho del individuo de preservar su vida íntima en
temas como el matrimonio, la sexualidad, la identidad, la niñez, el secreto
profesional, la enfermedad propia o de sus familiares. Puede recordarse el caso
de la actriz Nélida Lobato que en la década de los 80 se enteró de su verdadera
enfermedad a través de la nota en una revista. Y la justicia sentó jurisprudencia
ante la denuncia de la viuda e hijo del político Ricardo Balbín fotografiado
agonizando en un hospital. En ese caso líder, la Corte Suprema entendió que “los
personajes célebres cuya vida tiene carácter público –o personajes populares, u
hombres prominentes- tienen, como todo habitante, el amparo constitucional para
su vida privada e intimidad”. Parafraseando:
“la sola notoriedad no priva a una persona de intimidad”, especialmente,
quien no hace de su exposición mediática, un modo de vida.
Las acciones privadas y la libertad.
El derecho a la privacidad o
intimidad surge luminoso tal vez del artículo más importante de nuestra
Constitución: el 19, que sin mencionar la palabra “libertad” consagra su máximo
reconocimiento a través de la protección de “las
acciones privadas de los hombres” que, como dijera ese extraordinario juez
de la Corte Enrique
Petracchi, “la reserva o invocación a Dios no disminuirá para los no creyentes
la energía de la declaración, porque aún suprimida, se leerá siempre que aquellas
acciones están exentas de la autoridad de los magistrados”. Según esta
interpretación, las acciones privadas y la intimidad merecen del Estado no sólo
su no intromisión sino su reconocimiento que supone respetar el área de
autonomía personal mientras no afecte a terceros: así fue dicho por la Corte en el fallo “Arriola” sobre tenencia de
estupefacientes para consumo personal.
El juez Carlos Fayt en su voto
disidente, junto al de Petracchi, cuando en los 90 la mayoría de la Corte le denegó la personería
jurídica a la “Comunidad Homosexual Argentina” dijo: “la protección del ámbito
de la privacidad resulta de los mayores valores del respeto a la dignidad del
ser humano y un rasgo de esencial diferenciación entre el estado de derecho y
las formas autoritarias de gobierno”.
El “Gran Hermano” creado por
Orwell puede tener hoy nuevos rostros: la globalización de la información
permite sin nuestro consentimiento -y a veces sin saberlo, con él- que desde
cualquier sitio se conozcan nuestros movimientos, hábitos, preferencias y
opciones de vida. Nuestra privacidad ha quedado a merced de ignorados,
incontrolados y manipuladores poderes. La tentación autoritaria sigue siendo
una permanente amenaza: las libertades individuales en el mundo han retrocedido
y los poderes particulares y públicos avanzan cada día más sobre las vidas
privadas, especialmente en el caso de los estatales, sobre los diferentes
y los excluidos.
El reducto más profundo de la
lucha por la libertad del ser humano en el siglo XXI comienza por preservar los
derechos a la intimidad, la privacidad y la autonomía personal cualquiera sea
su condición social, su credo, su ideología o su color de piel. Un periodismo
regido por reglas éticas más que por intereses comerciales puede contribuir a
esa lucha, porque el ejercicio de la libertad de expresión consiste en la libertad de publicar pero también
la digna libertad de no publicar cuando
se afectan derechos fundamentales de la persona.